lunes, 13 de agosto de 2007

Ese pequeño instante...

Sus toscas y agrietadas manos sostienen un periódico, grandes y temblorosas manos, despellejados dedos, uñas mochas, amoratadas, negras y renegridas por la tierra que no consiguen blanquear el agua y el jabón de barra (del que se usa para lavar la ropa). Delicadamente alisa el periódico y lo dobla un poco para poder leer mejor, la hoja del diario el Comercio muestra una fotografía a media página y una nota redactada al pie sobre la muestra en el Museo de Arte, es una exposición de los alumnos de bellas artes que se exhibía hasta el viernes pasado. Si, hasta el día de ayer, y allí tiene la fotografía de todo lo expuesto, obras bellas, coloridas; formas finas y suaves, esculturas que no entiende pero le agradan, cuadros llenos de imágenes que le recuerdan un poco su tierra con mucho verde, con mucho cielo serrano, amplio y azul, tachonado de estrellas por la noche y recorrido por nubes que parecen de algodón, igualitas a las que pintaba en la pared de la iglesia del pueblo puneño. Cuantos años de eso, no quiere acordarse, prefiere recordar al padrecito Manuel que lo felicitaba por su trabajo cuando lo ayudaba como monaguillo o cuando se metían a restauradores, no entendía el término restaurar, le sonaba a restaurante, a comida de doña Estefanía la del puestito del mercado, que siempre tenía un choclito con queso para luego del colegio, con las propinas del padrecito Manuel le alcanzaba de sobra. Prefiere no recordar las golpizas que le propinaban en la casa cuando llegaba tarde, no había excusa que sirviera aunque trajera la propina no servia de nada, los golpes caían sobre su cuerpecito pequeño, pero lo peor eran los insultos: inútil, incapaz, estúpido, burro, torpe, bueno para nada, para que demonios sirves. Frunció las cejas y se pasó el dorso de la mano por la frente como para borrar el recuerdo pero no sirve de nada, se agolpan todos en su mente y le saltan encima como para acabarlo, tuvo que huir o terminaba muerto, como esa vez que se tomó las medicinas del padrecito Manuel y terminó en la cama de la posta médica. Cuando despertó el padre Manuel lo tenía tomado de la mano tomándole el pulso.

-Qué te pasa muchacho, dime, no te das cuenta que te pudiste haber muerto acaso, si te sentías mal porque no fuiste a buscarme, no importa que ya no seas monaguillo o que no vengas mas a la iglesia, ya me dijeron tus padres que estas trabajando con el ganado y con lo del señor Jerónimo en su chacra, por eso no bajas mas al pueblo, pero siempre te di la confianza como para que me cuentes que te ocurre-

Las lágrimas asoman por sus ojos como ese día, cuando también entre lágrimas le confeso que había tomado la medicina con la intención de matarse, que no deseaba seguir en un mundo donde todo era dolor, donde se sentía un despojo, donde no servía para ninguna cosa, en el cielo que pintaba con tanto amor había paz y estaba Dios que lo recibiría con los brazos abiertos.

-El suicidio es pecado hijo mió, nunca llegarás al cielo si lo vuelves a intentar ¿entiendes? Iras derecho al infierno mas bien, prométeme…que jamás volverás a intentarlo, promételo-

Eugenio prometió, y el padrecito Manuel encontró la forma de llevarlo a Lima con un grupo de chicos, sus padres quedaron conformes porque recibirían la mitad del dinero que ganara. Hizo cuanto le pidieron en el convento, pero lo que mas le gustó fue el trabajo en la huerta, así aprendió el oficio de jardinero, luego gracias a los contactos de los sacerdotes pudo conseguir trabajo en casas de gente con dinero, en una de esas casas conoció a Cristina, acababa de llegar de Abancay con sus trenzas negras y sus mejillas coloradas con el mandilito azul y sin zapatos. Le hacía gracia verla caminar por la cocina sin los zapatos y luego cuando llamaba la patrona ponérselos apurada. A los dos años tuvieron a Carlos, un pequeño que lo seguía a todos lados, y como los hijos se parecen a los padres, Carlos también gustaba pintar lo que fuera, las paredes, las veredas, así cuando el hijo decidió estudiar arte no se opuso, al contrario, trabajabaron cuanto pudieron para ayudar al hijo, los tres juntaban sus dineros por un ideal.

Eugenio limpia una lágrima que rueda por su mejilla cuando la señora se acerca preguntándole que le ocurre

-Mire señora Rosario, en el Museo de Arte, allí expuso sus obras mi hijo, el Carlos, los alumnos expusieron sus trabajos allí- extiende el periódico que la señora le había dado para no ensuciar el piso de su patio mientras le trasplantas las plantas a otras macetas mas grandes.

-Yo no pude ir pues, estaba trabajando, no se pudo pues, pero voy a guardarme esta hoja señora-

Sonríe, y las lágrimas ruedan por sus ojos, se siente feliz, es el hombre mas feliz que pueda pisar la tierra en ese instante, es el ser mas dichoso y piensa que todo valió la pena, nada mas por ese pequeño instante.

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